Carlos Gurrola Arguijo, conocido como el Papayita, no murió por un accidente ni por una simple “broma”: fue víctima de un atentado dentro de su centro laboral. La crueldad de algunos compañeros, sumada a la indiferencia de la empresa y la lentitud de las autoridades, lo condenaron a una agonía que pudo haberse evitado.
El 30 de agosto, Carlos dejó a un lado su Electrolit mientras realizaba labores de limpieza en HEB Senderos, en Torreón. Al regresar, bebió de la botella sin saber que había sido adulterada con una sustancia tóxica que le quemó la garganta y las vías respiratorias. Lo que siguió fue una cadena de omisiones: no fue trasladado de inmediato al hospital y su familia solo fue informada hasta tres horas después. Los médicos confirmaron más tarde lo que duele leer: un simple lavado gástrico, aplicado a tiempo, pudo haberle salvado la vida.
Abuso sistemático disfrazado de “bromas”
El atentado no surgió de la nada. Carlos llevaba años siendo víctima de violencia laboral: le ponchaban las llantas de su bicicleta, le robaban el celular, le quitaban la comida y lo amenazaban. Lo convirtieron en blanco fácil, en objeto de burla, en alguien cuya dignidad se podía pisotear sin consecuencias.
Su muerte es la consecuencia final de esa cadena de abusos normalizados y tolerados por todos a su alrededor.
Empresas que se esconden tras contratos
Carlos limpiaba pisos en HEB Senderos, pero estaba contratado por la empresa Multiservicios Rocasa S.A. de C.V. Ese doble esquema laboral fue suficiente para que HEB se lavara las manos: aseguran que no era su empleado, aunque todo ocurrió en sus instalaciones.
Por su parte, Rocasa tampoco ha dado la cara ni asumido responsabilidad alguna. Ambas empresas reducen la vida de Carlos a un tecnicismo: un trabajador subcontratado que, para efectos prácticos, nunca existió como sujeto de derechos dentro de su lugar de trabajo.
Autoridades que llegan tarde
La familia presentó una denuncia ante la Fiscalía de Coahuila, pero la investigación arranca con tropiezos. La botella adulterada, pieza clave para esclarecer qué sustancia le dieron a Carlos, fue tirada por empleados del lugar. En vez de preservarse la evidencia, se borró.
El caso ya está en carpeta de investigación, pero lo cierto es que hasta hoy no hay responsables identificados ni sancionados.
Lo que no quieren decir en voz alta
Carlos Gurrola fue asesinado. Su vida fue arrebatada por la violencia de unos compañeros y por la pasividad de un sistema que lo desprotegió:
-
Una empresa que permitió y toleró el acoso constante.
-
Un supermercado que lo utilizó como trabajador pero lo negó como empleado.
-
Autoridades que actuaron tarde y sin firmeza.
Llamar a esto una “broma” es encubrir un crimen.
La familia de Carlos exige justicia. Y la exigencia se extiende: que este atentado no quede impune, que las empresas asuman la responsabilidad moral y legal que les corresponde, y que las autoridades investiguen con seriedad en lugar de archivar el caso como un accidente desafortunado.
La muerte del Papayita es una advertencia: lo que se normaliza como burla, humillación o acoso, puede convertirse en tragedia. Y cuando empresas y autoridades son cómplices por omisión, el mensaje es brutal: la vida de los trabajadores vale menos que un contrato de outsourcing.