Marco Vinicio Dávila Juárez, miembro del Comité Central del PCM
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El artero asesinato del cura Marcelo Pérez Pérez, en San Cristóbal de las Casas, el pasado domingo ha significado un punto de quiebre para el gobierno de Rutilo Escandón y para el actual gobierno federal que, como continuación del anterior que encabezó López Obrador, continua negando, como lo negó López Obrador, los numerosos llamados de alerta que diferentes actores políticos y sociales en Chiapas denunciaron desde el inicio del periodo de la autodenominada Cuarta Transformación, sobre la violencia generalizada en el estado y su constante aumento.
La primera denuncia, la hizo la Coordinadora de Personas Desplazadas en Chiapas, el 5 de diciembre de 2018 cuando una comisión de mujeres desplazadas de los municipios de Chenaló, Xulbó, Tenango y Cintalapa, viajó a la Ciudad de México para denunciar la violencia ejercida contra cerca de 400 personas, en su mayoría mujeres y menores de edad, por grupos paramilitares afines al PRI y al Partido Verde y promovida por el ahora senador de la alianza 4T, Manuel Velasco Coello, cuando fue gobernador del estado.
Las denuncias contra la violencia iban acompañadas siempre de más violencia.
El 5 de julio de 2021 fue asesinado el integrante de las Abejas de Acteal y defensor de Derechos Humanos, Simón Pedro Pérez López, en Simojobel, quien antes había denunciado la escalada de violencia por parte de grupos del crimen organizado en los municipios de Los Altos, sobre todo en Aldama, Chenalhó, Chalchihuitán, Pantelhó, Simojovel y Chilón, todo esto con una evidente falta de acción gubernamental.
En enero de 2022, organizaciones internacionales de derechos humanos como The indigenous Peoples Rights International y Front Line Defenders hicieron eco de las denuncias de tsotsiles y tzeltales de Los Altos, sobre todo de comunidades del municipio de Aldama, que eran atacadas por grupos de paramilitares formados durante los años 90s en el gobierno de Ernesto Zedillo en lo más álgido del conflicto zapatista, estos grupos renovados con los hijos de sus fundadores de origen priísta, hoy asolan la región con la total indiferencia de las autoridades.
Y durante los años 2023 y 2024 el número de municipios en conflicto ha alcanzado prácticamente todo el estado. Ya no es sólo la presencia de los grupos paramilitares, que ahora han mutado en grupos criminales o se han adherido a estos grupos entrando a las disputas de grupos criminales como el Cartel de Sinaloa y el Cartel Jalisco Nueva Generación, lo que ha elevado los índices de violencia, principalmente con delitos tales como desapariciones, feminicidios, tráfico de indocumentados, desplazamientos, enfrentamientos, incursiones, retenes, amenazas y el asedio contra las comunidades indígenas, hechos que de manera permanente han denunciado lo mismo organizaciones de derechos humanos, que periodistas, organizaciones sociales campesinas, indígenas y populares, la iglesia católica, las autoridades autónomas de las comunidades zapatistas y el propio EZLN, que ha advertido en diferentes comunicados durante los últimos años del riesgo de una guerra civil en el estado debido al incremento de la violencia contra los indígenas.
Las advertencias zapatistas de la posibilidad de una guerra civil, no son una exageración. Chiapas es una bomba de tiempo, había advertido el cura asesinado Marcelo Pérez el mes pasado. Y apenas el viernes 16 de octubre el periodista Luis Hernández Navarro advertía en un artículo de opinión que la guerra civil llamaba a la puerta de Chiapas, lo que fue ratificado, un día después por otro comunicado del EZLN, difundido el sábado 17 pasado.
Durante todo el sexenio pasado López Obrador negó que la violencia en Chiapas fuera un problema grave, minimizando siempre las denuncias y descalificando a las voces que denunciaban y menos aceptó que entre los promotores de la violencia estuvieran las autoridades estatales con Manuel Velasco, primero y después con Rutilo Escandón y su aliado en la coalición Haciendo historia, el Partido Verde.
Sin embargo, como en los tiempos de Salinas y Zedillo, López Obrador también durante su sexenio continuó la militarización del estado, sobre todo de las regiones donde las bases de apoyo del EZLN tienen sus asentamientos.
En septiembre del 2023, fueron destacamentados en Chiapas casi 800 elementos de la Guardia Nacional, el ejército y policía estatal, para controlar la ola de violencia que imponían los grupos del crimen organizado; 300 elementos más del ejército quedaron acuartelados para actuar como fuerza de respuesta rápida.
A principios de julio de este 2024, más de 700 elementos del ejército y la Guardia Nacional fueron asignados a Chiapas para reforzar la seguridad dentro de la Estrategia Nacional de Seguridad Pública y de la política de cero impunidad del gobierno federal.
Además, en el informe de la Situación de Seguridad Pública en el Estado del mes de abril, presentado por el gobierno federal, en el 2020, en todo el estado de Chiapas había en ese año más de 2,600 elementos de la Guardia Nacional y el ejército; y, se estimaba que para el 2022 estuvieran ya funcionando 22 cuarteles de la Guardia Nacional. El total de las fuerzas del orden que actuaban en Chiapas en el 2020, entre elementos del ejército, la marina, la Guardia Nacional, la policía estatal y las policías municipales, era superior a los 22 mil elementos para los 124 municipios que conforman el estado.
¿Qué hacen entonces las fuerzas armadas en Chiapas? ¿Por qué en un estado completamente militarizado los grupos criminales siguen creciendo en presencia, control de territorio y capacidad de fuego?
Las denuncias de los pobladores han sido siempre de que el ejército no actúa contra los grupos criminales, que las más de las veces están cometiendo delitos en las narices de las fuerzas armadas, lo que lleva a pensar en una complicidad por acción u omisión; también han denunciado que donde llega el ejército o la Guardia Nacional, llegan también los grupos criminales. La complicidad surge de la corrupción tanto de las fuerzas armadas como de las autoridades civiles estatales y federales, pero también como parte de una política de protección a los intereses de los grandes proyectos monopólicos, no sólo del Tren Maya, sino incluso de aquellos que toda esa infraestructura que se ha construido en el sureste mexicano va a atraer. No olvidemos que Alfonso Romo tiene ahí una de sus empresas nomopólicas en biogenética y tejidos, Agromod y desde luego, La Chingada, en donde estará ahora descansando sin preocupaciones el expresidente .
Aquí no queda más que volver a afirmar lo que hemos dicho infinidad de veces, la militarización no tiene nada que ver con el combate al crimen organizado, ni para garantizar la seguridad de la población. Si no que se trata de una medida contra el pueblo trabajador, los sectores populares y los pueblos indígenas y tiene que ver con la contención de la explosividad social, la verdadera estrategia de seguridad del gobierno federal y estatal, es la de contener cualquier estallido social derivado del hartazgo, en el caso de Chiapas, de los pueblos indígenas que se resisten al despojo de su tierra y su territorio. Es también una política contrainsurgente, pues hay que destacar que es en las zonas de influencia del EZLN, es decir, en los municipios que son sus bases de apoyo, donde la presencia de las fuerzas armadas se ha multiplicado, al igual que los grupos paramilitares y la presencia de los carteles criminales, donde la exacerbación de la violencia con grupos criminales, sean paramilitares o los grandes carteles del crimen organizado, es la coartada perfecta para la aplicación de esa política.
El padre Marcelo Pérez, lanzó casi una sentencia bíblica cuando advirtió: Chiapas es una bomba de tiempo.