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El autor de ‘El guardián entre el centeno’ pasó medio siglo recluido y en silencio antes de morir, pero nunca dejó de escribir. Su hijo Matt, albacea de la obra, trabaja en la ordenación de ese ingente archivo inédito y en combatir los “mitos falsos” sobre su padre
El pasado 1 de enero se cumplían cien años del nacimiento de J. D. Salinger en Nueva York, y todos los medios se hicieron amplio eco de la efeméride preguntándose por el destino de lo que el autor, uno de los escritores más queridos y admirados de todos los tiempos, había estado escribiendo en secreto durante más de medio siglo. La obra literaria de Salinger, tan exquisita como exigua, se reduce a una de las novelas más leídas de la historia de la literatura universal, El guardián entre el centeno, un puñado de cuentos y dos narraciones de extensión algo mayor. El guardián entre el centeno vio la luz en 1951 y su última obra publicada, la historia titulada Hapford, 16, 1941, apareció en The New Yorker en 1965. En 1953, Salinger huyó de su Nueva York natal, y se refugió en la localidad de Cornish, en New Hampshire. Es su silencio lo que despierta un clamor universal entre quienes quisieran leer más de él. Desde su muerte en 2010 a los 91 años, los únicos que han tenido acceso al material son su viuda y Matt Salinger, hijo del escritor y albacea de la obra, que ha accedido a hablar con EL PAÍS en una entrevista en la localidad de New Canaan, en Connecticut.
Durante los años en los que su padre buscó la soledad que necesitaba para escribir, el mundo nunca lo dejó en paz, y lo sometió a toda suerte de asedios. Fotógrafos y periodistas merodeaban por los alrededores de su casa, importunándolo a él y a su familia. Se vio obligado a erigir una valla de madera para protegerse de las miradas ajenas. En 1967 Salinger se divorció de Claire Douglas, y levantó una casa no demasiado lejos de la originaria. Tras la muerte, el acoso continuó, llevado a cabo por oportunistas que no tuvieron el menor escrúpulo en suplir la falta de información fehaciente con toda suerte de detalles disparatados que agigantaban el mito. Manipulado, un público sediento de leer más obras suyas, se prestaba a dar crédito a todo tipo de patrañas.
Una de las operaciones que tuvo mayor repercusión la urdieron conjuntamente en 2013 David Shields y Shane Salerno. Salerno invirtió dos millones de dólares en producir un documental sobre el escritor y contó con la colaboración de Shields para preparar el libro que lo acompañaba. Formidablemente documentado con material auténtico, todo estaba ordenado con el fin de dar la “apariencia de verdad”. Al final del libro se anunciaba el orden en que se publicarían las obras secretas del escritor, entre 2015 y 2020. Hasta la fecha no ha aparecido absolutamente nada. El hecho de que 2019 sea el año que marca el centenario del nacimiento de J. D. Salinger ha llevado a su hijo Matt a romper su silencio. El encuentro tiene lugar en un café, no muy lejos de donde Matt Salinger, productor de cine y actor, vive con su familia.
“De haberse cumplido la voluntad de mi padre, no habría tenido lugar este encuentro”, dice, mientras da la mano al periodista, se pone de pie y finge dirigirse a la salida del café. Tras reírse un momento se vuelve a sentar. Acaba de escenificar la difícil situación en que se encuentra y de la que, con extraordinaria reserva, está buscando una salida. Las declaraciones aquí reproducidas proceden de la larga conversación mantenida en New Canaan y sus alrededores, así como de las respuestas que facilitó por escrito ulteriormente a un larguísimo cuestionario en el que comenta con gran detalle aspectos de la vida y de la obra de su padre. Entre otros, sus hábitos de trabajo: “Se levantaba a las 3 o 4 de la mañana y escribía durante unas cuatro horas, antes de que el mundo se despertara, después volvía a la cama y leía varias horas más. A mediodía se volvía a levantar, desayunaba y seguía escribiendo hasta media tarde y entonces hacía algunas diligencias o me iba a buscar al colegio, si le tocaba, o se sentaba a leer en un sillón de cuero rojo que tenía junto a la ventana”.
La preocupación de Matt Salinger por no perpetuar los aspectos más sensacionalistas (y falsos) del mito, es patente hasta el punto de causar en quien habla con él una incomodidad rayana en la angustia. La soledad que buscaba su padre, por ejemplo, respondía a una necesidad real, no a un rechazo hostil del mundo, imagen que prevalecería. Así evoca aquella necesidad: “Cuando mi hermana y yo éramos pequeños y mis padres aún vivían juntos, escribía en un estudio que se hizo construir colina abajo. Había que caminar un cuarto de milla por un sendero que atravesaba el bosque, junto a un arroyo. En el estudio había un fogón de madera y una claraboya, pero no había ventanas”. Si cuando no sucedía nada, el mundo seguía importunándole, cuando ocurría algo de importancia, la curiosidad pública llegaba al paroxismo.
En 1992 se incendió la casa en la que vivía con su mujer, Colleen. “Quedó casi totalmente destruida”, cuenta Matt, “murieron los perros… pero hubo dos milagros. Mi padre no perdió la vida porque Colleen oyó el estrépito de las llamas. Mi padre era muy duro de oído porque durante la guerra le estalló una granada muy cerca y le dañó los tímpanos. De no ser por Colleen lo más seguro es que hubiera muerto. El otro milagro fue que la única habitación de la casa que se salvó del fuego fue el cuarto donde tenía su escritorio con todos sus papeles”.
Matt Salinger vive con angustia el proceso de ser entrevistado, porque cada vez que accede a ello se siente después traicionado. En su visión, e independientemente de la buena voluntad de los periodistas, éstos acaban por reforzar los aspectos más abyectos y execrables del mito, debido a que, recalca con amargura, eso es lo que quiere oír la gente, y no la verdad. En el momento de escribir estas líneas llegó una nota suya en la que dice, en respuesta al director de una revista que le escribió disculpándose tras saber que a Matt Salinger le había decepcionado profundamente lo que se publicó. “De lo que me doy cuenta cada vez con más claridad es que la gente quiere creer a toda costa en el mito que han formado ya en su cabeza, y no hay prácticamente ningún interés por una narrativa que se aparte de eso, incluso cuando la narrativa procede de alguien que estuvo más cerca de él de lo que estuvo jamás nadie, en cuanto al conocimiento del tema [de la escritura]”. Es el tenor de toda la conversación y de los intercambios por email. “La terrible ironía es que la poca gente que pertenecía a su círculo más íntimo, jamás quisimos hablar de él. Los ‘biógrafos’ (mi padre siempre entrecomillaba la palabra) nunca tuvieron acceso a ese círculo íntimo”.
Su desánimo es contagioso. Es evidente que cree que ha perdido la batalla de antemano. Sobre la leyenda del terrible recluso que se dice que fue, comenta: “Era amable. Le gustaba hablar con la gente, con los vecinos, con los padres de mis amigos. Veía con bastante frecuencia a un profesor de Dartmouth, pero también a un carnicero del pueblo y a un campesino que sabía más de plantas que él.” Por supuesto, las tornas cambiaban cuando el mundo embestía contra él, irrumpiendo sin consideración en su esfera íntima: “Cuando lo acosaban extraños o reporteros enviados en una ‘misión’ dirigida contra él se cerraba y podía ser irascible. Era un mecanismo de defensa”.
No obstante, hay hechos que no encajan. Al menos en dos ocasiones, gente muy cercana a él lo traicionó. Una fue Joyce Maynard, con quien mantuvo una relación cuando ella tenía 18 años y él 53. En Mi verdad (1998), Maynard ofrece un retrato devastador del escritor. Más sangrante fue la aparición en 2000 de El guardián de los sueños, en el que Margaret Salinger ofrece una imagen no menos atroz de su padre. Conforme a los mecanismos que mantienen vivo el mito, la inmensa mayoría de los lectores dieron crédito a estos libros, incluidos escritores de gran relieve. La prestigiosa periodista Janet Malcolm fue una de las pocas voces que salió en su defensa. “Ojalá mi hermana no hubiera escrito ese libro, y menos en los términos que lo hizo…” dice con aire resignado Matt Salinger. “Todos tenemos verdades subjetivas, y ésa era la suya entonces. Yo tengo la mía. Seguramente no consiguió de nuestros padres lo que quería, y yo sí. Me apena y me hace sentirme culpable”. En cuanto a Maynard, se descalificó cuando puso a la venta las cartas de amor de Salinger en una subasta de Sotheby´s. En aquel caso las compró un millonario que pagó 155.000 dólares y se las devolvió al escritor sin leerlas. Sucintamente, Matt Salinger comenta: “Siempre ha habido y habrá gente dispuesta a respetar su escritura y su afán de privacidad”.
Conforme a sus cálculos faltan aún tres o cuatro años para que culmine el proceso de organización de los escritos. Es inevitable hacer ciertas preguntas sobre ese suculento corpus, aun sabiendo que no serán contestadas. ¿Qué puede decir el único lector de la totalidad de la obra inédita de J.D. Salinger del material, un material, que según explica como ejecutor, está siendo procesado, digitalizado y organizado mediante procesadores de texto altamente sofisticados? “No quiero entrar en descripciones detalladas de la obra inédita. Esa es la parte más difícil… Sé que es frustrante, pero mi padre jamás consintió frases publicitarias en las tapas de sus libros, ni citas de reseñas, ni fotografías, ni en realidad nada que pudiera llevar al lector potencial a tener expectativas urdidas por los encargados del márquetin y la publicidad… Sería completamente erróneo que yo hiciera ahora lo contrario. Les haría un flaco servicio tanto a él como a sus lectores.” Hasta aquí está dispuesto a llegar Matt Salinger por ahora, pero también es importante señalar que en el cuestionario afirma con énfasis que la “obra” (palabra con la que designa el conjunto del ingente material) se publicará porque ésa fue la voluntad explícita de su padre, y su misión es hacer que aquella voluntad se cumpla.
UN LEGADO INMENSO PROCESADO CON ALTA TECNOLOGÍA
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