Centinela Urbano
Sur de Veracruz.- durante esta semana he estado recopilando testimonios, revisando documentos, escuchando lo que nadie quiere decir en público sobre la planta asegurada entre los límites de Moloacán y Coatzacoalcos. Lo que el gobierno presenta como una “mini refinería clandestina” es, en el fondo, un episodio mucho más oscuro, más incómodo, y profundamente revelador de cómo funciona el verdadero poder en México.
En los discursos oficiales no han faltado las insinuaciones. Se habla de operación ilegal, de procesamiento de hidrocarburos, de presunto “huachicoleo”. Pero basta poner un pie en el terreno y hablar con quienes realmente laboraban allí para desmontar el teatro mediático.
La planta no contaba con ductos conectados a Pemex. No existía línea alguna de suministro directo desde las refinerías estatales. Todo el procesamiento se hacía in situ, en maquinaria de nueva tecnología capaz de transformar directamente el crudo adquirido, sin necesidad de intervenir el sistema nacional de ductos. Esto no era huachicoleo. No era saqueo del sistema estatal de distribución. Era algo mucho más delicado: una operación independiente que demostraba que es posible procesar combustibles fuera de Pemex, con sistemas más modernos, más limpios, más eficientes.
He logrado hablar —bajo estricta reserva de anonimato— con varios de los empleados de la planta. Técnicos, operadores, personal de mantenimiento. Todos coinciden en lo mismo: “Aquí llevábamos años trabajando. Nunca vino una autoridad a cuestionar nada. Ahora, de repente, resulta que esto es ilegal. Nosotros no sabíamos si la empresa tenía permisos o no, nosotros sólo operábamos la maquinaria.”






Este anonimato no es casual. Muchos temen represalias. Temen ser arrastrados a un escándalo que ellos ni controlaban ni entendían. Porque aquí, como en tantas otras historias mexicanas, el golpe nunca cae sobre los verdaderos responsables económicos o políticos, sino sobre los trabajadores de a pie.
El hecho de que la planta estuviera ubicada a la vista de miles de vehículos diarios en la autopista federal vuelve el discurso oficial aún más cínico. Cientos de patrullas, vehículos militares, autoridades civiles pasaban todos los días frente a las instalaciones. Nadie vio nada durante años. ¿Realmente quieren hacernos creer que fue descubierta apenas ahora?
La verdadera amenaza no era el supuesto carácter “clandestino” de la operación. La amenaza era demostrar que existen métodos de producción que no dependen de Pemex, que podrían producir gasolina y diésel de forma más limpia, más barata, y con menor impacto ambiental. Una planta como esta desenmascara el anacronismo tóxico de las refinerías estatales, plagadas de explosiones, derrames, muertes y desastres ambientales encubiertos sistemáticamente por el aparato gubernamental.
Porque Pemex no es solo una empresa: es el pulmón financiero de un gobierno que no puede permitirse perder el control del negocio petrolero. La competencia tecnológica directa es inaceptable. No importa si es limpia, eficiente o segura. Si no pasa por el aparato estatal, es un enemigo.
Algunos medios, obedientes al guion oficial, intentan empujar la narrativa fácil del crimen organizado, del huachicol, del robo de ductos. Pero aquí no hay ductos. Aquí no hubo robo de líneas de Pemex. Aquí hubo una operación paralela, más eficiente, y por eso mismo insoportable para el viejo sistema.
Esta investigación no revela un crimen energético. Lo que revela es un crimen político-económico: proteger el monopolio estatal a costa de aplastar cualquier alternativa que lo ponga en evidencia.
Porque en México, el verdadero delito no es contaminar, saquear o explotar al trabajador. El verdadero delito es atreverse a demostrar que las cosas pueden hacerse mejor sin el permiso de los de arriba.