*Por presunto cobro de piso
José Vargas.
Coatzacoalcos, Ver. — El viento que baja desde la sierra hacia el puerto de Coatzacoalcos aún trae el eco de aquella noche fatídica del 27 de agosto de 2019, cuando el fuego y las balas consumieron el bar Caballo Blanco y con él, 32 vidas.
Seis años después, las cenizas del incendio ya se esparcieron, pero el dolor de las familias de las víctimas sigue intacto, alimentado por la impunidad, el abandono institucional y una justicia que parece haber olvidado el camino hacia el sur de Veracruz.
Aquella noche, lo que comenzó como un ataque armado en un establecimiento nocturno del barrio de Las Casitas derivó en una masacre. Testigos relataron que sujetos armados ingresaron al lugar, dispararon indiscriminadamente y luego prendieron fuego al inmueble. Las víctimas, en su mayoría mujeres jóvenes que trabajaban como meseras o atendían el bar, quedaron atrapadas entre las llamas. Muchas murieron por asfixia, otras por impactos de bala. El saldo: 32 muertos, entre ellos al menos 17 mujeres, y una ciudad conmocionada que, desde entonces, no ha dejado de preguntar: ¿por qué?
Lo que siguió fue aún más devastador. En los días posteriores, las familias acudieron al Servicio Médico Forense (SEMEFO) de Cosoleacaque para identificar y reclamar los cuerpos de sus seres queridos. Lo que encontraron fue una escena de horror: cuerpos en avanzado estado de descomposición, muchos sin refrigeración adecuada, expuestos al sol y a las condiciones insalubres del lugar. Algunos cadáveres estaban cubiertos de larvas, otros sin bolsas mortuorias, y varios fueron entregados sin haber sido debidamente limpiados o respetados en su dignidad humana.
En 2025, la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) emitió la Recomendación 30/2025, un documento histórico que documentó graves violaciones a los derechos humanos durante el proceso de identificación y entrega de los cuerpos. Entre sus hallazgos: el incumplimiento de protocolos forenses, la falta de refrigeración, el maltrato a los familiares durante el reconocimiento de restos, y la revictimización secundaria de al menos 17 personas, quienes no solo perdieron a sus seres queridos, sino que fueron tratados con indiferencia, desconfianza y, en algunos casos, acusados de mentir por las autoridades.
Pese a ello, la Fiscalía General del Estado (FGE) rechazó formalmente la recomendación, argumentando que “los protocolos se cumplieron en su totalidad” y que “los testimonios de las familias y funerarias carecían de credibilidad”. Una negativa que, para los afectados, no solo es una afrenta a la verdad, sino una burla a su dolor.
“Nos dijeron que todo estaba bien, que no hubo negligencia, que no hubo larvas, que todo fue mentira. Pero nosotros vimos a nuestras hijas, a nuestras hermanas, a nuestras madres en ese estado. ¿Quién miente aquí?”, pregunta América del Carmen Irineo, madre de Xóchitl Nalley, una joven de 23 años que trabajaba en el bar para ayudar a su familia. América ha presentado una impugnación directa ante instancias federales, pero el proceso avanza a paso lento, como todo en esta historia.
La tragedia del Caballo Blanco no ocurrió en el vacío. Fue el punto de inflexión de una ola de violencia que desde entonces ha envuelto al sur de Veracruz. En los años posteriores, Coatzacoalcos y sus municipios aledaños —como Minatitlán, Acayucan y Cosoleacaque— han sido escenario de cientos de homicidios, desapariciones, extorsiones y tomas de instalaciones petroleras. Grupos criminales ligados al narcotráfico y al control de rutas de hidrocarburos se han disputado el territorio con una ferocidad que ha dejado al estado en una espiral de violencia sin precedentes.
Según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), el municipio de Coatzacoalcos registró un aumento del 48% en homicidios dolosos entre 2019 y 2023. La presencia de células del Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) y del Cártel de Sinaloa, además de grupos locales como los Zetas Vieja Escuela, ha transformado la región en un campo de batalla.
“El Caballo Blanco fue el grito de alerta que nadie quiso escuchar”, dice un activista local que pide el anonimato por temor a represalias. “Desde entonces, la violencia se normalizó. Hoy, un ataque armado o un cadáver en la calle ya no sorprende. Pero ese 27 de agosto, todo cambió. Fue el antes y el después”.
Las secuelas no son solo sociales o políticas, sino profundamente humanas. Al menos 30 niños y niñas quedaron huérfanos tras la tragedia. Muchos de ellos son ahora sostenidos por tíos, abuelos o madres solteras que, además del duelo, cargan con la precariedad económica. América del Carmen, además de su dolor, vive en una casa de láminas que se inunda con cada lluvia. Solicitó apoyo al DIF municipal y estatal. Le respondieron que “no hay recursos para los del Caballo Blanco”.
“Pedí láminas, pedí ayuda para mis hijos, para que pudieran estudiar. Nada. Nos dijeron que no había programa especial para nosotros. ¿Y entonces para quién sí?”, cuestiona, mientras ajusta una bolsa de plástico en el techo para contener el agua.
A pesar del abandono, las familias no han cesado en su lucha. Cada 27 de agosto, acuden al panteón municipal, donde se erigió un pequeño altar en memoria de las víctimas. No hay monumento oficial, ni acto gubernamental. Solo flores, veladoras y el silencio roto por el llanto de madres que aún no entierran su dolor.
“Cada año es igual: promesas, condolencias, palabras huecas. Y al día siguiente, el olvido. Pero nosotros no vamos a dejar de exigir justicia. No vamos a tirar la toalla. Aunque nos cansemos, aunque nos ignoren, aunque nos llamen mentirosos, seguiremos aquí. Porque si no lo hacemos, ¿quién lo hará?”, dice otra madre, con la voz quebrada pero firme.
En Coatzacoalcos, el nombre Caballo Blanco ya no es solo el de un bar. Es un símbolo. El de una ciudad herida, de familias destrozadas, de un estado que ha fallado una y otra vez. Pero también es el nombre de una resistencia silenciosa, tejida con rezos, demandas y la certeza de que, aunque el fuego consumió sus cuerpos, el recuerdo de sus hijas, hermanas y madres no se apagará.
Porque seis años después, el país puede haber olvidado.
Pero en el sur de Veracruz, el Caballo Blanco sigue ardiendo.