Rúbrica
Por Aurelio Contreras Moreno
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Cuando el gobernador Cuitláhuac García afirma que en el pasado no tan lejano se llevaban a cabo elecciones de Estado de Veracruz, no le falta razón.
En la tradición del viejo régimen, prácticamente no había diferencia alguna entre el gobierno y el partido oficial.
Eran uno mismo. Así que los recursos públicos de las diferentes administraciones se trasladaban de manera cuasi natural a los candidatos, las estructuras partidistas y los operadores electorales para que, invariablemente, ganaran los abanderados del régimen en turno. Eso es lo que caracteriza a una elección de Estado.
Además, conforme a una muy mexicana costumbre, el titular del Ejecutivo –el presidente, el gobernador- buscaba designar a su sucesor. Y si bien no siempre conseguía dejar a su favorito, siempre tomaba la decisión de favorecer a quien hubiese sido el –porque en ese tiempo no había espacio para ellas- beneficiado por la circunstancia.
El presidente de la República era el gran elector por excelencia de las épocas del PRI hegemónico. Además de determinar a su sucesor, usaba sus facultades “metaconstitucionales” para “palomear” o decidir directamente sobre quiénes irían a las gubernaturas e incluso a las alcaldías más importantes. Era un sistema monolítico, centralizado y, claramente, nada democrático. Pero eficaz para mantener un férreo control.
Tras la alternancia en la Presidencia de la República a partir del año 2000, los gobernadores en funciones pasaron a ejercer la prerrogativa sucesoria en sus entidades. Y no solo los priistas. Panistas y perredistas también le agarraron el gusto al poder ilimitado.
Así, Fidel Herrera Beltrán decidió “heredar” la gubernatura al infame sociópata Javier Duarte de Ochoa e hizo de todo, legal y sobre todo ilegal –se lo permitía estar en “la plenitud del pinche poder”, como él mismo lo llamó- para imponer a su “delfín”. Antes, y aun contra sus deseos, Miguel Alemán Velasco usó todo el aparato del Estado para imponer a Herrera.
Javier Duarte no pudo dejar sucesor. Pero no porque no lo intentara. Las circunstancias políticas le impidieron escoger al candidato del PRI –quería imponer un plumífero que hoy le canta loas a la “4t”-, terminó peleado con el abanderado de su partido, apoyó “en lo oscurito” a los que hoy se dicen impolutos y “transformadores”, y acabó arrollado por el descontento hacia su administración, la más corrupta de la historia. Por lo menos hasta ese momento.
El neopanista formado en el PRI, Miguel Ángel Yunes Linares, no fue diferente. Durante su bienio puso toda la estructura y los recursos del gobierno de Veracruz a disposición de su hijo Miguel Ángel Yunes Márquez, a quien intentó, literalmente, heredarle la gubernatura cual si fuese un “derecho de sangre”. Solo se lo impidió el “efecto AMLO” en la elección de ese año.
Fueron todas ésas unas elecciones de Estado, ni duda cabe. Justo como la que se organiza actualmente a nivel federal y estatal. Todos los recursos públicos –humanos, financieros y en especie- están puestos al servicio de las candidaturas de Morena. Y a diferencia de cómo lo hacían en el pasado, hoy lo hacen en abierto, con singular descaro, sin pudor y, al igual que sus antecesores, violando la ley flagrantemente.
Mientras en Palacio Nacional el presidente López Obrador se reúne con Claudia Sheinbaum, en Veracruz Cuitláhuac García hace lo propio con Rocío Nahle en Casa Veracruz y movilizan a cientos, si no es que miles de burócratas, para llenarle eventos proselitistas, repartir propaganda e intentar adoctrinar a la ciudadanía para que vote por Morena.
Como los priistas en su momento, los morenistas –llenos de priistas que hoy ya se “purificaron” por obra y gracia de la “transformación”- condicionan los programas sociales, coaccionan el voto y abusan del poder. Nada hay de lo que puedan vanagloriarse ni diferenciarse de lo que señalan del “pasado”.
Son idénticos. Y en buena medida, muchos de ellos son los mismos. Solo están “reciclados”. Como la basura.
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